miércoles, 16 de julio de 2014

Ciencia y magia

Ciencia y magia


El nuevo espíritu inquisitivo, que puede considerarse como parte de la mentalidad burguesa, produjo un cuestionamiento general de la sabiduría medieval, basada en el criterio de autoridad, y expresada en aforismos como «magister dixit» («el maestro lo ha dicho») o «Roma locuta, causa finita» («Roma ha hablado, la cuestión está terminada»).

 Nació así, ya en la Baja Edad Media, la investigación empírica de la naturaleza, aunque al menos hasta la Ilustración convivió con elementos que hoy nos sorprenden y que tendemos a calificar de irracionales: figuras como Paracelso (el constructor de la yatroquímica) o Nostradamus (respetadísimo por todos los reyes de Europa), que reclaman conocimientos mistéricos, son tan representativas del Renacimiento científico como el cirujano militar Ambroise Paré o el constructor de autómatas Juanelo Turriano. Los problemas que llevaron a la muerte a Giordano Bruno o Miguel Servet son justamente la no separación de las esferas de la ciencia y la religión.

Casos menos trágicos, pero que hacen ver cómo no había una evidente separación entre el mundo de la ciencia y el de conocimientos menos metódicos son el deJohannes Kepler o John Dee, que se ganaban la vida como astrólogos, lo que les permitió acercarse al poder además de desarrollar otra faceta más científica de su producción intelectual, o el del propio Isaac Newton que, en este caso de forma oculta, tenía su lado oscuro relacionado con la alquimia.

El choque cultural entre los diversos pueblos del mundo (europeos, americanos, asiáticos, africanos) llevó a que las diferentes civilizaciones explotaran la credulidad y la condición «poco civilizada» que indefectiblemente asignaban a los otros, a partir de la predicción de eclipses, las técnicas antisísmicas, los hábitos higiénicos, las novedosas armas, los conocimientos sobre especies vegetales y animales, el uso de tecnologías nunca vistas por el otro. En algunos casos los «otros» fueron considerados dioses y en otros casos, animales.
El Chimborazo estudiado por Alexander von Humboldt (1805), el descubridor científico del Nuevo Mundo, según Simón Bolívar y, además de un perfecto ilustrado y una figura pre-romántica, uno de los últimos científicos humanistas: a la vez explorador, geógráfo, oceanógrafo, geólogo, botánico, demógrafo, diplomático y amigo de los mejores poetas de su tiempo. Su expedición a América enviado por Carlos IV (con motivo de la cual se entrevista con José Celestino Mutis en Bogotá) pudo haber sido uno de los episodios más decisivos de la ciencia en la Monarquía Hispánica, cada vez más implicada en proyectos punteros que implicaban a ambos lados del Atlántico (como la expedición Balmis, que difundió la vacuna de la viruela), pero debido a la crisis final del Antiguo Régimen (que también lo fue de la mayor parte del régimen colonial español) la publicación de sus hallazgos no pudo ser aprovechada por sus promotores y más bien aprovechó a una potencia emergente: los recién nacidos Estados Unidos. Sus investigaciones, como otras coetáneas, es muestra de que por fin una percepción científica de la Tierra estaba esbozándose en esos últimos años de la Edad Moderna, con las expediciones de Cook, La Pérouse, Malaspina y los trabajos de determinación del Sistema Métrico.
La presencia de lo sobrenatural en la vida cotidiana era admitida por todas las esferas sociales, incluyendo movilizaciones colectivas de miedo, como la caza de brujas, más cruel e irracional en el norte europeo (supuestamente más "moderno") y en las colonias británicas, que en el sur (supuestamente más "atrasado") y en las colonias iberoamericanas.

 La percepción popular de los complicados debates teológicos estaba muy lejos de ser racional, en un mundo mayoritariamente iletrado (incluso con el esfuerzo divulgador de la escritura hecho por la Reforma gracias a la imprenta), y producía casos en los que la persecución inquisitorial se encontraba buscando herejías inexistentes, que los acusados eran incapaces de elaborar por sí mismos. La comparación con otras civilizaciones tampoco deja a la occidental en mejor lugar: la experiencia en Estambul de la lady inglesa Mary Montagu en fechas tan avanzadas como la primera mitad del siglo XVIII (que la permitió comparar a los effendi otomanos con pensadores tan secularizados como Alexander Pope o Jonathan Swift) es lo suficientemente ilustrativa.

1543 fue un año en el que aparecieron dos obras trascendentales: Nicolás Copérnico postuló por primera vez el Heliocentrismo cuestionando así el Geocentrismo del griego Tolomeo, mientras queAndrés Vesalio revisó la anatomía de Galeno. La senda abierta por ambos fue fructífera: en Física y Astronomía, los aportes acumulados de Tycho BraheGalileo Galilei y Johannes Kepler cambiaron la visión del universo, mientras que lo propio hacían en la Medicina Miguel ServetWilliam Harvey y Marcello Malpighi, entre otros. Toda una escuela de matemáticos italianos, como Bonaventura Cavalieri, prepararon las herramientas matemáticas necesarias para que Isaac Newton postulara de manera científica la Ley de la gravedad, con la publicación de los Principios matemáticos de filosofía natural en 1687.
Fue determinante para la construcción de la ciencia moderna la comunicación entre científicos que permitía el intercambio epistolar (fue particularmente enriquecedora la correspondencia de Newton con Leibniz), la publicación y la institucionalización (Royal AcademyAcademia de Ciencias Francesa). Pero sería erróneo considerar que la sucesión de descubrimientos y el enlace de biografías de científicos conducía inevitablemente al nuevo paradigma. La resistencia al cambio era o parecía tan fuerte como las (no tan evidentes) pruebas de la nueva visión de la naturaleza: Tycho Brahe hizo jurar a Kepler no pasarse al bando copernicano; éste tuvo que hacer un costosísimo ejercicio de honestidad científica para defraudar a su maestro y a sus propias preconcepciones místicas de la armonía celestial; la retractación de Galileo no fue tan insincera como la visión romántica nos puede hacer creer, pues él mismo tenía un verdadero problema de conciliación de su fe con el testimonio de su razón y sus sentidos; el mismo Giovanni Cassini, que había sido capaz de la extraordinaria proeza de convertir en reloj a los satélites de Júpiter (lo que permitió dar la primera estimación de la velocidad de la luz), jamás llegó a aceptar semejante posibilidad. Para ello era necesaria una verdadera Revolución científica no muy alejada de las revoluciones social o política que la sostuvieron.

El siglo XVIII representó un avance de otra disciplinas fundamentales, como fueron la química o las ciencias biológicas, con no menos trabas conceptuales. Hasta que Lavoisier no dio el impulso definitivo a la nomenclatura sistemática y la cuantificación de la disciplina (1789),no se superaron extrañas teorías como la del flogisto, que querían conciliar los nuevos datos experimentales con las viejas concepciones alquímicas o derivadas del concepto de elemento clásico griego. Las sistematizaciones taxonómicas de Buffon o Linneo también fueron esenciales, pero hubo que esperar hasta mucho más tarde para desmentir teorías como la generación espontánea o integrar la microscopía que se venía desarrollando desde el siglo XVII (Leeuwenhoek). La secularización de la ciencia no llegó a producirse nunca del todo (como comprobó más tarde Darwin), pero al menos Laplace pudo atreverse a replicar a Napoleón, cuando éste le preguntó qué papel le reservaba a Dios en el Universo, que no había tenido necesidad de tal hipótesis.


Las novedades económicas que el desarrollo del capitalismo comercial trajo consigo, provocó la aparición de la primera literatura económica, cuyos primeros testimonios fueron los mercantilistasespañoles (Tomás de MercadoSancho de Moncada). La definición de una doctrina económica con pretensiones más científicas (que realmente no pasaba de ser un sencillo aparato matemático, que no rivalizaba con el de otras ciencias) debió esperar a la Fisiocracia de Quesnay (Tableau Economique, 1758), que, en oposición a la obsesión intervencionista del mercantilismo, propone lalibertad económica (el laissez faire) y una simplificación fiscal, sobre la base de que es la tierra la única fuerza productiva. En 1776, el escocés Adam Smith da el certificado de nacimiento a la moderna economía con su libro La riqueza de las naciones, rápidamente divulgado por Jean Baptiste Say o Jovellanos, y que aún sigue siendo considerada como la Biblia del liberalismo económico.
Hecho Por: Kenneth Carbajal

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